Esquizofrenia

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Hacía más de tres horas que daba vueltas sin poder encontrar una salida. Las luces, en general, se habían apagado y solo quedaban las de emergencia, esas de color naranja que son como chalecos salvavidas luminosos.

No estaba todo lo asustado que debía. Había llegado para hacer la compra de la semana y sin ninguna lista a mano deambulaba sin rumbo fijo buscando y encontrando por casualidad lo que me faltaba.

La voz de una mujer anunció por megafonía que el supermercado cerraba sus puertas en quince minutos.

En el pasillo de los licores recordé que la última vez que bebí me habían robado la billetera y el teléfono. Pasé de largo por los estantes del vino y al final del pasillo, junto a las cervezas, había un joven más o menos de mi edad que hablaba por teléfono

–Ahora mismo estoy con él, pero no creo que funcione– decía.

Mi imaginación me hizo creer que se refería a mí. Puse un pack de doce cervezas en el carrito. Ya tenía los fritos, las aceitunas y los nachos.

Giré en “U” y me encaminé por el largo pasillo de los lácteos.

Evidentemente no iba a llevar nada de aquí. A medio camino un par de señoras que se habían encontrado por casualidad obstaculizaban mi paso.

Me detuve unos segundos para darles la oportunidad de apartarse antes de que se lo pidiera.

–¡Madre mía! ¿Qué se creen, los muy sinvergüenzas, que encima vienen aquí para chupar del bote? ¿Y tú que le dijiste?

Mi mirada las obligó a apartarse y, si mi intuición no me falló, lo hicieron de una manera un tanto altiva, como perdonándome la vida. Hijas de la gran puta.

Intentaba recordar lo que había escrito en la lista que me había dejado en casa. Tenía huevos, carne, jugo de tomate, pan… Faltaban cinco minutos para que cerraran.

Sin querer llegué a los libros. Por curiosidad estuve ojeando algunos y me topé con una reseña que llamó mi atención. “Cuando el camino se te hace cuesta arriba, tienes un amor no correspondido, tu trabajo es una mierda y tus amigos piensan que eres retrasado mental, debes hacer un giro de ciento ochenta grados y empezar a matar por dinero. Esto es lo que se plantea Pablo Luis, el protagonista de esta peculiar novela que narra su viaje al infierno en el que se ve obligado a descender. Pablo, un escritor frustrado y politoxicómano da un cambio radical a su malcontenta vida y con la idea de que solo a las personas buenas les pasan cosas malas, se convierte en alguien peor.” Vaya, pensé, se me han vuelto a adelantar.

Hice un rodeo por los pescados para luego dirigirme a las cajas, pero al pasar por la puerta del almacén, esa con la cortina de tiras de plástico (o del material que sea), oí un ruido como el que hacen los aliens hostiles en las peliculas, como un grillo gigante afónico.

Me detuve y esperé para comprobar si había sido de nuevo mi enfermedad mental. Se oyó el sonido de cristales rotos y luego como si cientos de canicas cayeran en cascada. Empezó a picarme la espalda por el sudor y miré alrededor, no había nadie, ni empleados ni clientes. Cuando me quise dar cuenta ya estaba dentro del almacén. Nunca había sido tan entrometido como en ese momento.

Estuve unos cinco minutos buscando entre los altos estantes el origen del sonido esperando ver una enorme máquina de chicles en el suelo.

Decidí volver sobre mis pasos y largarme de ahí antes de que me regañaran. Tardé otros cinco minutos en encontrar la cortina.

Cuando salí ya anochecía y la poca luminosidad que entraba por los ventanales provocaba un ambiente tétrico.

Al ir hacia a mi carrito vi que, lo que antes eran provisiones para alimentar un soltero durante una semana, ahora parecía que estuviera lleno de sandias, melones o globos. Me acerqué con cautela y pude comprobar con horror que en realidad eran las cabezas cortadas de todas aquellas personas que me habían caído mal.

Hacía más de tres horas que daba vueltas sin poder encontrar una salida. Las luces, en general, se habían apagado y solo quedaban las de emergencia, esas de color naranja que son como chalecos salvavidas luminosos. No estaba todo lo asustado que debía.



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